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Emprendedores

 Ana Mundano y el negocio de “vivir bonito”

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Creció en el campo, pero de grande se acercó a la ciudad. Se casó, y fue madre de tres hijos. Se divorció, pasó por distintas casas y situaciones pero eligió volver a sus raíces. Recuperó aquel campo que inició su abuelo, remodeló la casita donde hasta el último tiempo vivió su abuela y comenzó una nueva vida.

“Yo vivo en un frasco”, dice muy simpática, y muestra la frescura con la que elige su nueva vida. Espontánea, libre y enamorada de los animales que la rodean, cuenta sobre sus días alejada de la ciudad. 

Todo comenzó con un momento de desborde, “quería ser mamá, hija, esposa, de paso querés estar divina”, cuenta. “No descansaba, laburaba sin parar”, confiesa. En uno de aquellos días agotadores, se sentó en un sillón y no pudo parar más. Esa situación fue su punto de inflexión. Se dijo a sí misma “esto va a pasar”, pero no pasó, y la situación se prolongó por un año y medio. 

“Tuve que dejar de manejar, no podía salir de mi casa, me fue mal en el campo con los animales que criaba en ese momento; fundí la camioneta, al tiempo me di cuenta que fue un pico de estrés”, confía. 

Se encariñaba con sus “gordas”, como llama a las ovejas, y una mala experiencia trabajando genética con ellas, la dejó sin ánimo. Iba de la ciudad al campo y más tarde surgió su emprendimiento de agroturismo “La Mundano”, en el que fusiona sus saberes y pasiones. 

 

 

El emprendimiento

Dispuesta a comenzar una nueva vida, Ana volvió al campo donde se crió y puso en marcha La Mundano, un proyecto de turismo rural que permite disfrutar de unas ricas tortas fritas, pan y dulces caseros, realizar recorridos, avistajes y distenderse no muy lejos de la ciudad. 

“Tengo esa cosa tan bonita que son los caballos, yo descubrí que eso me hacía bien, estar con los caballos así que dije empecemos con las cabalgatas”, cuenta. “Arranqué con miedos, yo soy muy celosa de mis caballos”, confiesa a la vez que destaca que “mis caballos son de trabajo, no están todo el día en un circuito de cabalgata. Vos los ponés a hacer otra cosa y ellos lo hacen, y nunca me imaginé que se iban a sentir tan cómodos con gente de afuera; porque los sacas a trabajar, los exigís, caminan a otro ritmo, pero acá la gente sale a dar una vuelta, les da de comer, les hace mimos, todo sin exigirlos”. 

“En el verano son pocos días y pocas horas de recorridas, para no exigirlos”, aclara. El emprendimiento se inició poco antes de la pandemia, así que tuvo que sortear los duros días de confinamiento. “Cuando pasó la pandemia, que habilitaban a venir de a poco, los gordos-por los caballos-empezaron a hacer de terapeutas, porque a más de uno de estos visitantes les pegó fuerte el confinamiento”, cuenta.

“Recibí gente del hospital, que habían estado a full con el trabajo, así que hacían sus catarsis acá. El proyecto fue mutando, comenzaron a venir todas las generaciones y es muy lindo porque los abuelos vuelven a ser chicos y las generaciones del medio terminan siendo padres de sus padres y de sus hijos”, expresa.

Raíces mineras y su legado patagónico

“Mi abuelo y mi papá eran mineros”, cuenta Ana; y con esa referencia detalla su nuevo proyecto basado en un circuito de Geoturismo. “Me dejaron esto, roca, minerales y fósiles” enumera mientras señala una vitrina. “Estamos trabajando con la gente del Museo Olsacher y un geólogo y estoy armando yo un museo y tengo que clasificar, armar vitrinas. La idea es que venga la familia y poder mostrarle la minería a los más chicos”, cuenta.

Se esperanza con poder enseñar en la materia y “que la gente aprenda que la minería es parte de nuestras vidas, y que cuando las actividades uno las hace a conciencia o de manera sustentable todo es viable; hay mucha desinformación”, expresa. 

 “Tuve una infancia de cuento. Me crié con mis bichos, fue lo mejor que me pudo haber pasado. Mi mamá hacía huerta, limpiaba, no tenía lavarropas -se lavaba a mano en esa época, no terminabas nunca”-exclama en relación a las tareas del hogar. 

“Mi abuela hacía lo mismo, ordeñaba a las vacas, cuidaba a sus gallinas. No había tiempo de andar atrás de que los chicos no se aburrieran; yo me crié entre los animales”, agrega. 

“Se puede vivir bonito”

En todo su proceso de cambio, Ana aprendió que “se puede vivir bonito y que la felicidad se la genera uno, no es que una persona te va a hacer feliz. Si vos no estás bien, el resto no puede hacer magia”, expresa. 

“No me arrepiento de la elección que hice. Fui al frente con muchas cosas, dejé todo atrás. No rindo más examen, yo vivo”, asegura con la mirada puesta en el cerro Michacheo. 

El cerro guarda sus historias, pero ella lo toma de manera natural como parte de su entorno. Por su fisonomía, dicen que fue alguna vez un volcán, y que debajo tiene un tesoro oculto. También hay un dicho popular que dice que el que sube al Cerro, no se va más de la localidad. En el caso de Ana, ha sido así.

 

Por Leticia Zavala Rubio